La tragedia de la inundación en Bahía Blanca ha reavivado la polémica en torno a la problemática de inundaciones en ciudades, fenómeno que suele ser recurrente ante la carencia de medidas, obras y decisión política que permitan mitigar su riesgo.
Sus consecuencias son dolorosamente visibles, y suelen verse reflejadas por lo general, en la población más vulnerable y en la infraestructura crítica expuesta a las amenazas hidrometeorológicas que, de acuerdo con el SINAGIR (Sistema Nacional de Gestión Integral del Riesgo) son responsables del 60 % de los desastres por inundaciones en la Argentina y explican el 95 % de las pérdidas económicas y poblaciones afectadas.
Las inundaciones urbanas son un problema multicasual, donde la lluvia (o el cambio climático) es sólo uno de los factores desencadenantes del desastre… ¡desastre que nunca es natural!
Así como un terremoto no mata, porque lo que mata es una casa que no es sismorresistente, los desastres no son naturales. Los eventos extremos han estado afectando nuestro planeta desde su inicio: terremotos, erupciones, maremotos, sequías, tsunamis, etc.. Sin embargo, el desastre aparece cuando el hombre se interpone en el curso de un evento natural.
Por eso no hablamos de desastre cuando, hace 66 millones de años, el impacto del meteorito en Chicxulub en la Península de Yucatán (México), causó la extinción del 76 % de las especies terrestres y trajo consigo el auge de los mamíferos y, en última instancia, el advenimiento de los humanos. No se considera un desastre -pese a que fue una extinción masiva- porque, simplemente, no había humanos en el planeta.
Es innegable el impacto del cambio climático, provocado por el calentamiento global antropogénico, en la frecuencia e intensidad de eventos hidrometeorológicos extremos. Pero la mayoría de los factores que construyen un desastre son de origen humano, las precipitaciones extremas son solo el disparador:
Decimos que un desastre es el resultado de un proceso social e histórico construido por el accionar de las personas a través de comportamientos culturales, socioeconómicos, políticos, productivos y sus correlaciones. Cualquier amenaza, ya sea un evento natural (lluvias, terremoto, etc.) o antrópico (un derrame químico, por ejemplo), puede servir como disparador si se dan las condiciones necesarias de exposición, vulnerabilidad y percepción del riesgo.
El grado de exposición a la misma amenaza puede significar la diferencia entre un desastre o no. Si vives en zonas bajas y cerca de un arroyo, estás expuesto a un mayor riesgo de inundaciones que si vivís en una zona alta y alejada del curso de agua.
La vulnerabilidad es el segundo factor que determina el riesgo. Por lo general, la gente más vulnerable es la gente con menores recursos, ya que las áreas inundables son terrenos fiscales o de poco valor; o se cuenta con menos posibilidades de acceder a una vivienda segura y digna.
Y el tercer factor es la percepción del riesgo, que básicamente depende del conocimiento de los peligros o amenazas y de las acciones para su mitigación. Aquí se incluyen las experiencias personales y también las alertas (y el caso que hagamos de ellas).
Y para gestionar estos factores hay que crear capacidades de resiliencia que solo se pueden lograr si hay decisión política y el estado asume sus responsabilidades en colaboración con el sector privado.
Al inicio de este artículo, mencionábamos que el aumento en la intensidad y frecuencia de las precipitaciones como consecuencia del cambio climático, es un factor contribuyente al desastre: las precipitaciones son cada vez más intensas y concentradas en menos tiempo.
De hecho, es muy probable que bajo estas condiciones de (mal)desarrollo urbano, el riesgo de inundaciones en las ciudades aumente con el tiempo, aún si no hubiese un escenario de cambio climático como el actual. El impacto de la gran mayoría de los eventos de inundaciones urbanas registrados en el siglo XX en Argentina, responden principalmente a la ausencia de políticas de gestión territorial y de desarrollo urbano, más que a la natural variabilidad del tiempo y el clima.
Si a esta problemática, le agregamos la influencia de las variaciones en los patrones de precipitación producto del cambio climático, el panorama es desalentador si no asumimos, de una vez por todas, que la gestión del riesgo debe ser una política estratégica de los gobiernos locales, provinciales y nacional con el compromiso de la sociedad y el sector privado, y es la única forma de crear capacidades de resiliencia ante los desastres para asegurar el desarrollo sostenible de la comunidad.